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Los conocimientos intangibles de Carlos Garrido

Por José Luis de Juan

Aunque ya sabía, Carlos Garrido aprendió a escribir en las redacciones de los periódicos. Hemingway, un autor que también aprendió siendo reportero, decía que la mayor dificultad estriba en trasladar al papel de manera sencilla un hecho, de tal manera que sea capaz de transmitir la emoción que ha llevado a escribirlo. Y a esto mismo se entregó Garrido desde que desembarcó en Palma en 1975.

Veo en ambos una parecida vena moral, una aguda sensibilidad y un inflexible anhelo de exactitud, además de la curiosidad inocente que anida en el buen escritor. Es igual lo que escriba Hem, si de un viejo pescador o de la impotencia de Scott Fitzgerald, del mismo modo que es igual lo que leamos de Garrido: siempre hay un sello, una huella que está más allá de las palabras escogidas con naturalidad, sin aparente esfuerzo, y a la vez las únicas que sirven para relatar ese hecho, para pasar al lector esa emoción.

Garrido se adentra en las luces y las sombras urbanas para retratar treinta personajes en busca de autor

Carlos sigue la máxima de Orwell de que la buena prosa ha de ser como el cristal de una ventana, es decir, nítida, trasparente, invisible. Por ejemplo: “Viajar a menudo en barco tiene la ventaja de conocer cosas que solo suceden en un espacio pequeño, perdido en el mar. Esta contradicción entre lo minúsculo y lo infinito parece activar secreta sincronicidades, conocimientos intangibles”.

En su libro más reciente, ‘Palmesan@s’, Garrido se adentra en las luces y las sombras urbanas para retratar treinta personajes en busca de autor. Treinta hojas de un árbol común, ya esparcidas por la floresta mientras las primaveras se suceden, parafraseando la cita de la ‘Ilíada’ que preside el libro. Todas ellas dejaron una impronta en el escritor que germinó en una imagen, en el dibujo de un gesto, de una mirada, en el eco de una muletilla. Y cada una de ellas nos transmite un insinuado secreto que cristaliza y permanece en la imaginación del lector.

Hay verdaderas joyas: la danesa Birte-Lene en su frondoso jardín; el pintor Roca Fuster mirando la negrura de las olas; la bonhomía de Juan Bonet

Hay verdaderas joyas: la danesa Birte-Lene en su frondoso jardín; el pintor Roca Fuster mirando la negrura de las olas; la bonhomía de ese “periodista de libros”, Juan Bonet, lábil como el mismo Garrido; Paco Sans, un hombre bueno abrazando a yonkis; aquel tipo que vivía en un 2CV; la espiritista de Sant Jaume y su mayordomo, sin olvidar el hijo descarriado de Mascaró, el sabio de Cambridge, y las dos caras mágicas de la joven del cementerio.

Todos ellos son objeto de un sabio homenaje; no por lo que hicieron, sino por haber caído en el foco de la mirada compasiva de su autor. Garrido escribe acerca de esas hojas que formaban parte del árbol de la ciudad y que él conoció de una manera intangible, como se conocen los hechos y los personajes que permanecen vivos para siempre. Él dice que la ciudad es Palma, pero podría ser también Manhattan y esos 30 magníficos profiles haber sido publicados en The New Yorker con sugestivas viñetas de James Thurber.

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